Estimable señor:
Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis
zapatos, le va a extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle.
En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy
contento, augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de
realizar: por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron
precisamente sus palabras y puedo repetirlas.)
Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente
mis zapatos. Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise
conceder mayor importancia a esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos
remontados tienen algo de extraño, ofrecen una nueva fisonomía, casi siempre
deprimente.
Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente
arruinados. Usted mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus
materiales y por su perfecta hechura. Hasta puso muy alto su marca de fábrica.
Me prometió, en suma, un calzado flamante.
Pues bien: no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para
comprobar sus promesas. Y aquí estoy, con los pies doloridos, dirigiendo a usted
una carta, en lugar de transferirle las palabras violentas que suscitaron mis
esfuerzos infructuosos.
Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas,
mis pies están hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos
zapatos de hierro. No sé cómo ni con qué artes se las arregló usted para dejar
mis zapatos inservibles. Allí están, en un rincón, guiñándome burlonamente con
sus puntas torcidas.
Cuando todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el
trabajo que usted había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda
instrucción en materia de calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han
hecho sufrir, y otros, en cambio, que recuerdo con ternura: así de suaves y
flexibles eran.
Los que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido
fielmente durante muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el
agua. Más que zapatos, parecían ser parte de mi propio cuerpo, una especie de
envoltura protectora que daba a mi paso firmeza y seguridad. Su piel era en
realidad una piel mía, saludable y resistente. Sólo que daban ya muestras de
fatiga. Las suelas sobre todo: unos amplios y profundos adelgazamientos me
hicieron ver que los zapatos se iban haciendo extraños a mi persona, que se
acababan. Cuando se los llevé a usted, iban ya a dejar ver los calcetines.
También habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y
los tacones mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he
podido corregir.
Quise, con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta
ambición no me parece censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña
una cierta humildad. En vez de tirar mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos
durante una segunda época, menos brillante y lujosa que la primera. Además, esta
costumbre que tenemos las personas modestas de renovar el calzado es, si no me
equivoco, el modus vivendi de las personas como usted.
Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado
muy feas conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted,
dejando aparte todo resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis
zapatos, ha de darme toda la razón. Mire usted qué costuras: ni un ciego podía
haberlas hecho tan mal. La piel está cortada con inexplicable descuido: los
bordes de las suelas son irregulares y ofrecen peligrosas aristas. Con toda
seguridad, usted carece de hormas en su taller, pues mis zapatos ofrecen un
aspecto indefinible. Recuerde usted, gastados y todo, conservaban ciertas líneas
estéticas. Y ahora...
Pero introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna
siniestra. El pie tendrá que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un
tope; algo así como un quicio de cemento poco antes de llegar a la punta. ¿Es
posible? Mis pies, señor zapatero, tienen forma de pies, son como los suyos, si
es que acaso usted tiene extremidades humanas.
Pero basta ya. Le decía que usted no le tiene amor a su oficio y es cierto.
Es también muy triste para usted y peligroso para sus clientes, que por cierto
no tienen dinero para derrochar.
A propósito: no hablo movido por el interés. Soy pobre pero no soy mezquino.
Esta carta no intenta abonarse la cantidad que yo le pagué por su obra de
destrucción. Nada de eso. Le escribo sencillamente para exhortarle a amar su
propio trabajo. Le cuento la tragedia de mis zapatos para infundirle respeto por
ese oficio que la vida ha puesto en sus manos; por ese oficio que usted aprendió
con alegría en un día de juventud... Perdón; usted es todavía joven. Cuando
menos, tiene tiempo para volver a comenzar, si es que ya olvidó cómo se repara
un par de calzado.
Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no
trabajen solamente para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en
práctica las sagradas leyes del trabajo. Esas leyes que han quedado
irremisiblemente burladas en mis zapatos.
Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y
esmero mis zapatos infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con
ejemplos.
Sólo quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo
nace en su corazón y llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y
recoja mis zapatos, intente en ellos una segunda operación, y todas las cosas
quedarán en su sitio.
Yo le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una
hermosa carta de gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo
de artesanos.
Soy sinceramente su servidor.
Juan José Arreola
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